martes, 26 de agosto de 2008

La Javiera

Ayer pasé por Serrano. Hace rato que no iba a esa calle parecida a todas las calles céntricas del norte. Puro hard-rock. Los travestis y las putas se mezclan con los angustiados, los ladrones y los cafiches. Los fantasmas de Celia y Yeimi, asesinadas en el bazar Glorita en 2005, arriba, en Matta, entre Bolívar y Sucre, deambulan buscando al sicópata del martillo para enviar un mail con su foto a las autoridades. Recuerdo el artículo de el mercurio y las palabras de la criminóloga Doris Cooper, “el crimen puede estar relacionado con una persona que actuó bajo una locura temporal por drogas. Pero no se puede descartar la segunda teoría, como es que la víctima haya tenido una relación afectiva con algún sicópata que se haya visto profundamente frustrado, frente a una situación en que se siente traicionado y abandonado, lo que le hace imposible controlar sus impulsos y generando finalmente un homicidio macabro”. Y nada. Las casas antiguas, como siempre, descansan cerca de las esquinas abriendo sus puertas para que los taxistas o los gringos adelantados se sirvan a los shemales que pululan por el lugar con sus voces roncas vestidas de mujer, o quizá a una puta adicta que toma cerveza afirmada en el semáforo de Condell con Serrano. Y por supuesto es un lugar peligroso. Dicen. Pero para un yonki envalentonado por el suave regocijo que da el copete, la piká de wuata que se asoma después de su posesión, y una inquebrantable vocación a la locura, resulta ser una feria libre. Me he sentido más intimidado en las cenas de los industriales de Antofagasta que en esas calles de miseria y verdad humana. Son códigos no aptos para las señoras que miran policías en acción o en la mira del canal de Piñera, o para los viejos abrumados por las deudas que buscan una explicación en el “otro” para superar su impotencia. La droga lo come todo. Y es cierto. Los monos son chicos en Serrano. Lo que consigues por 5 lucas en la Golf acá lo consigues mínimo con 12. Pero está cerca: todos los coletos llegan a Roma. Y toda estrella se ve distinta entre tanta luz de auto y tantas ganas de fumar después de un estupendo carrete vip con los amigos y las pololas y todo ese marketing emocional que nos hace sentir privilegiados. De hecho creo que soy privilegiado al poder vivir transversalmente esta ciudad de cobre.

Ando bastante ebrio pero hablo con autoridad, signo inequívoco de que no será fácil embaucarme, porque , obvio, aquí todos nos metemos con todos, de algún modo ridículo como sería que pase la plata y el travesti amoroso se vaya de vuelo (imposible), o que yo le diga: “deja ver la hueá, no me hueís que te pase la plata”, y acto seguido arranque despavorido por Serrano hacia abajo, y después por Latorre hacia el sur y después por Sucre hacia abajo y , con suerte, se cruce un coleto y lo tome para partir al sur definitivamente. Toda la cadena alimenticia posible se me abre con esa imaginería: mis amigos y amigas deben estar durmiendo, otros tirando, otros jalados tratando de sentir sus pieles, hablando la pura-pura pulenta. Pero nada de eso pasa. No tengo dónde fumar, pero sí plata. Algunas veces trabajo para esto. La mayor parte del tiempo vivo feliz. Me adjudico a mi mismo la chapa de no convencional, Daniela me dice que es una forma elegante de ser mediocre. Será.


“Hola lindo”, me dice un travesti flaco y alto, de rulos y carehombre. “Hola, cuánto sale una pieza para estar piola. Quiero fumar pasta”. Los ojos del travesti se le abren a concho y se encorva levemente. “¡Ven!, vale 10 lukas la pieza, con un copete incluido, y 10 más para la pasta, yo tengo pipa”. La pieza está a 10 coincidentes metros de Condell, por Serrano. Antes de entrar un coleto se detiene y un taxista gordo le dice al travesti “ya poh Javiera, vai a ir o no”. “Pégate varias vueltas y volvis, no veis que estoy ocupada”.

La casa tiene el olor de lo viejo, la pintura de los cielos descascarada hace que todo sea un ensueño donde un sinfín de travestis en los umbrales de los pórticos esperan con una sonrisa que pase algo, y los paseantes flacos con los ojos hundidos quién sabe dónde se menean como algas en el vaivén de la corriente marina. Aunque todo es nuevo para mí sólo la esperanza del humo traspasando mi garganta me motiva. Cuando entramos a la pieza la Javiera se sienta en una cama de una plaza que alterna sin mucha estética con un velador de donde la Javiera saca la pipa. La deja encima. Me pide las 20 lucas y vuelve con una botella de medio litro de manzanilla, sin hielo y 6 monos medianos.

“Ya poh me dice la Javiera, nerviosa, dame uno”. “Ey, calmá”. Tomo la pipa y me echo dos monos, enciendo el encendedor al máximo y aspiro con los ojos cerrados. XD. Cuando abro los ojos la Javiera está mirando la pipa como endemoniada. Tira un escupo al suelo, su femineidad desaparece y me habla derechamente como hombre para que le pase la pipa. Lo hago y se pega su toque. Bebo el brebaje asqueroso que me regaló tan distinguido lugar y me entra agua al bote. Compró 10 lucas más. XD, XD, XD.

“No me metiste burundanga en el copete y después me meterás el pico Javiera, nocierto?, no seriai tan maricón”. Y me río. “No me ofendas lindo, no soy maricón ni hombre”, replica riéndose y retomando otra vez su papel de mina cuica. Y comienza a coquetearme, a seducirme. Se saca las pechugas, su orgullo según me cuenta, y sigue “no querrás un mamoncito”. Y me río ebrio. “Vine a fumar turri nomás Javi, sorry, me gustan las minas”. “Pero prueba, no te vai a arrepentir”. Y me agarra el paquete. Yo me corro y le anuncio” tengo polola loco, loca, sorry otra vez”. “Puta el weon cartucho, y qué vamos a hacer, todavía no acaba la hora”, me dice frustrada. “Nada poh”. Y me habla sobre su vida, de que es una mujer pero cuesta muy caro cortarse la tula, que la pasta tiene la cagá en la ciudad, que ya no se puede tener amigos. La miro con sus tetas afuera y su cara de hombre. Veo la pipa en el velador. No me queda plata. No me siento satisfecho, cómo podría decir eso un buen adicto. Javi se angustia otra vez y lanza su cuarto gargajo al suelo de madera pasado a petróleo. Me despido con un abrazo. “Vamos –me dice-, te acompaño al coleto, no vaya a ser que te pase algo”.