lunes, 20 de octubre de 2008

Gimnasio

25 lucas me cuesta el gimnasio. 25 monos divididos en 4 partes. Una vez que he alcanzado las 10 lucas la compresión del cuerpo es tal, que comienzo el ejercicio aeróbico gastando la energía de los músculos. Apretándolos hacia mi mismo como un agujero negro que atrapa la luz. Sudo. Me saco la polera. El pantalón. Quedo en pelotas. Literalmente. Sólo la pipa y yo. Mi artefacto deportivo. Luego me pongo la ropa para salir a comprar otra vez. Con el filo del cansancio en la cara. Con las pupilas dilatadas y el cuerpo frigorizado. El corazón a mil. Como siempre. Miro hacia todos lados. Nadie me persigue. Mi boca seca apenas puede producir sonidos. Hago parar un colectivo mientras varias gotas de sudor bajan por mi cara. “Buenas noches, salí a trotar”, le digo al colectivero. De ahí es sólo suerte. Ojalá que el colectivero no se urja. Lo tanteo. Lo ideal es que no vaya nadie más. Eso nunca ocurre. Siempre hay alguien más. Pero si soy el único pasajero, si el colectivero es comprensivo o quizás un buen capitalista que busca su oportunidad en cualquier lugar, le pido que baje por Serrano, me espere y que de vuelta le pago todos los pasajes. Casi siempre dicen que sí. En la noche todos los gatos son =les. Ningún gasto está demás. Es parte del circuito. En comprar 12 monos me demoro 2 minutos: la tía o el travesti duro de siempre. Siempre hay alguien más. No lo dudo. De vuelta converso algo, le digo al colectivero que estoy cagado.”Así está la ciudad”, me responde. “Esto para mi es puro ejercicio”, le respondo. “Gracias, que le vaya bien”.”A ti =”. Y otra vez al ejercicio. Mono. Pipa. Fuego. Mono. Pipa. Fuego. Mono. Pipa. Fuego... Ya es la última serie. Se me viene una idea loca. Mientras miro el fulgor de la pasta quemándose y siento mis huesos oprimiéndose sobre sus médulas, no sé cómo, entre ese aeróbico movimiento, aparece, casi en paralelo, la imagen de Happy Feet bailando al son de mi performance. También me pongo a bailar. No importa lo que suena en la tele a todo volumen. Ni tampoco el miedo a que abran la puerta. Es la trinidad perfecta. Una aspirada genial, la luz muerta de la pasta quemándose y los pasos contagiosos de Happy Feet moviéndose en mi corazón. Sólo se trata de amor. Entonces el sudor tiene un mínimo sentido que me esperanza y el humo que entra seco hacia adentro la fuerza negativa y positiva de toda materia. Momentos más momentos menos. Cada uno en su baile. Flexiono mis rodillas para recoger algo de pasta que cayó en el suelo. Mi cuerpo completamente mojado se deshace y por fin sé que la jornada ha terminado. La culpa se viene tan rápido como la imagen de los padres y amigos de Happy Feet desvaneciéndose en un acuario. No hay más pescado. El sábado paso la tarde durmiendo y el domingo amanezco con todo el cuerpo adolorido. Las nalgas y las pantorrillas. El arco del pie derecho. Los brazos y el cuello. Y ya de noche, con la ausencia total de bondad, maldad o culpa, apaleado, intento subir las escaleras para apresurarme a dormir. Enciendo la tele sólo para no estar solo. Pero ni el zapping me sirve. Pienso en cuántos pingüinitos morirán de hambre. En la tele aparece Josefina Correa. Creo ver en sus ojos una mirada clara, escucho su voz santurrona predicándome una oferta. Y le pregunto en voz alta: “¿crees que estoy metiendo a todo el mundo en mi mierda?”

martes, 14 de octubre de 2008

Meditación Dura (a Beto Plaza Q.E.P.D)

Hay quienes le llaman costumbre a la ensoñación de no soltar la mano del otro, también lo nombran amor, miedo, esclavitud, solidaridad. Mundo.

Lo más cercano a la alegría de sabernos amigos de la muerte sería mantener el paso al frente a sabiendas del peligro. Superar de corazón la cara horrible de la devastación. Un acto heroico se consagra si ese avance propone la pérdida del individuo por el bien de los otros. Pero otros ya partieron sin saberlo siquiera. Y aunque la pretensión se desvanezca al continuar el camino, el caos nos recuerda aún más que al final del recorrido nos espera a todos el cumplimiento de nuestra extinción.

Antes o después, ¿qué, quién o quiénes nos esperan? Cada uno puede medir su respuesta. Pero ¡qué alegría de los que sonríen al término del camino!

La tristeza quizá vino de la mano de alguien que no supo cuándo amar al silencio. Será por eso que su vaivén enloquece a las almas siniestras.

A esas soledades errantes, en su ocaso, el silencio les enrostra sus oscuridades, las ilumina incluso como una obra de teatro que las aterra, y de la que no pueden escapar. Como visiones infernales, reviven los delirios de sus muertes pasadas, de sus asesinatos. Y el que no delira en algún momento después de asesinar, tiene en su corazón una muerte profunda que no él, sino sus descendencias, cargarán, tarde o temprano, como una verdad ineludible.

Es la forma más extraña del silencio: la que expande ecos de locura.

Mecer nuestros pasos pequeños y bellos con armonías y disparates estimula una poderosa dimensión humana. Nos hace tan impredecibles y aventureros que dignifica nuestra épica, buscando, ante todo, y por otro camino, en el inicio del abismo, encontrar un sentido donde el silencio no se confunda con la nada.

Flechas, sables, cañones, bombas, aviones, heridas abiertas, misiles en todas sus acepciones, han recorrido una historia de muerte hasta nuestros tiempos hermanando sus voces con el vacío. A veces imperceptibles, otras en estrépitos. Pero siempre buscando un objetivo para el reinado del silencio.

Cuando no hemos recibido el influjo certero de la destrucción, tenemos nuestras propias armas para acallarnos. Autoflagelaciones que nos mantienen atentos a la espera del silencio, como ahora que busco ansioso que el tiempo pase. Pero el tiempo y la espera se hacen largos cuando la química remece nuestras virtudes imitando los últimos episodios de nuestras vidas. Con escalofríos, azuzamos esas armas para atemorizarnos, para ver detrás del árbol la mano fría de la desaparición que nos alcanza. No pensamos en la descendencia y la parte de nuestra voz que se queda con ella. Aborrecemos la incertidumbre, nos aferramos a dios o algo que nos cubra. Y del silencio que se avecina hablamos en voz baja.

En el momento material definitivo, como un mimo quieto, nuestros cuerpos se dispersan, el tiempo toma lo que le pertenece por derecho propio y algo germina. El silencio tiene su pausa. Los que quedamos el poder de la vida y una posición para adorarla...