martes, 14 de octubre de 2008

Meditación Dura (a Beto Plaza Q.E.P.D)

Hay quienes le llaman costumbre a la ensoñación de no soltar la mano del otro, también lo nombran amor, miedo, esclavitud, solidaridad. Mundo.

Lo más cercano a la alegría de sabernos amigos de la muerte sería mantener el paso al frente a sabiendas del peligro. Superar de corazón la cara horrible de la devastación. Un acto heroico se consagra si ese avance propone la pérdida del individuo por el bien de los otros. Pero otros ya partieron sin saberlo siquiera. Y aunque la pretensión se desvanezca al continuar el camino, el caos nos recuerda aún más que al final del recorrido nos espera a todos el cumplimiento de nuestra extinción.

Antes o después, ¿qué, quién o quiénes nos esperan? Cada uno puede medir su respuesta. Pero ¡qué alegría de los que sonríen al término del camino!

La tristeza quizá vino de la mano de alguien que no supo cuándo amar al silencio. Será por eso que su vaivén enloquece a las almas siniestras.

A esas soledades errantes, en su ocaso, el silencio les enrostra sus oscuridades, las ilumina incluso como una obra de teatro que las aterra, y de la que no pueden escapar. Como visiones infernales, reviven los delirios de sus muertes pasadas, de sus asesinatos. Y el que no delira en algún momento después de asesinar, tiene en su corazón una muerte profunda que no él, sino sus descendencias, cargarán, tarde o temprano, como una verdad ineludible.

Es la forma más extraña del silencio: la que expande ecos de locura.

Mecer nuestros pasos pequeños y bellos con armonías y disparates estimula una poderosa dimensión humana. Nos hace tan impredecibles y aventureros que dignifica nuestra épica, buscando, ante todo, y por otro camino, en el inicio del abismo, encontrar un sentido donde el silencio no se confunda con la nada.

Flechas, sables, cañones, bombas, aviones, heridas abiertas, misiles en todas sus acepciones, han recorrido una historia de muerte hasta nuestros tiempos hermanando sus voces con el vacío. A veces imperceptibles, otras en estrépitos. Pero siempre buscando un objetivo para el reinado del silencio.

Cuando no hemos recibido el influjo certero de la destrucción, tenemos nuestras propias armas para acallarnos. Autoflagelaciones que nos mantienen atentos a la espera del silencio, como ahora que busco ansioso que el tiempo pase. Pero el tiempo y la espera se hacen largos cuando la química remece nuestras virtudes imitando los últimos episodios de nuestras vidas. Con escalofríos, azuzamos esas armas para atemorizarnos, para ver detrás del árbol la mano fría de la desaparición que nos alcanza. No pensamos en la descendencia y la parte de nuestra voz que se queda con ella. Aborrecemos la incertidumbre, nos aferramos a dios o algo que nos cubra. Y del silencio que se avecina hablamos en voz baja.

En el momento material definitivo, como un mimo quieto, nuestros cuerpos se dispersan, el tiempo toma lo que le pertenece por derecho propio y algo germina. El silencio tiene su pausa. Los que quedamos el poder de la vida y una posición para adorarla...

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